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Madrugada En El Infierno

Se mostraba como el inspector de policía más inspector que se podría ser en el mundo: de solo mirarlo, metía miedo. Poseedor de una inteligencia torpe, más imaginativa que lógica. Prefería, por sobre todas las cosas, su propia compañía. La bondad no formaba parte de su personalidad, y el oficio como inspector de policía no le permitía acostumbrarse a las expresiones de gratitud. Era poseedor de una rara y admirable virtud: el coraje. Siempre comentaban en el pueblo que Teobaldo era de esos hombres que nacen con gasolina en las venas. Su autoridad era como una ausencia de límite. Decía con orgullo que su alma no tenía ni la cuarta parte del temple de la de su papá, y ni por allí de la de su abuelo, el único hombre en toda región que se atrevía a comer carne un Viernes Santo. Únicamente sonreía cuando verdaderamente valía la pena. Tenía gestos circunspectos: jamás toleraba una chanza de cualquier persona. Caminaba siempre tieso de majestad por el centro de las calles, agarrando el pomo del sable ceñido a la cintura, como si buscara a un enemigo susceptible de surgir en cualquier esquina. Siempre con la camisa abotonada hasta el último ojal. Cualquiera, por más lerdo o lelo que fuera, podía imaginarse que él era allí la primera autoridad. Es grave juzgar a alguien por su parentela o por su progenitor; nadie tiene la culpa del comportamiento ajeno. Pero, para la mayoría de los habitantes, los Teobaldo Arciniega fueron los personajes más abyectos en la región.

 

(EXTRACTO)

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