Así,…dejé a Barranquilla. –Cuento N° 17-
Tenemos que agradecer a los poderes terrenales por todas aquellas felicidades que nos proporcionan. Así es, en cada fracción de segundo que transcurre, recibimos felicidad y mucho bienestar. Por ejemplo, sin haber salido de casa: Manipulamos el control de la T.V. y aparece el Senado y sus famosos personajes, con un interruptor dominamos muchas cosas de la casa y un sinnúmero de comodidades extraordinarias que no terminaríamos de enumerarlas. Pero otra cosa es la calle. Apenas cerramos la puerta a nuestra espalda damos inicio a lo más insólito.
Recuerdo que salía temprano en mi viejo Land Rover Santana, dejaba a los “pelaos” en sus respectivos colegios y luego daba inicio a la rutina diaria de mis labores. Tomaba la gran avenida Olaya Herrera y me enfrentaba al primer “hueco traicionero” que casi siempre me cogía desprevenido <<a pesar de conocer casi todos esos huecos de la ciudad>>, averiando las entrañas mecánicas, y dejando escapar un sospechoso quejido de algo que se partía. Seguía, y como costumbre veía a los obreros de la construcción parados frente a las rejas metálicas de las construcciones en espera de una “chamba” temporal. Los cuidadores de carros tomando posesión de las aceras de las avenidas y calles. Los vendedores de periódicos acolchonando las esquinas e iniciando las polémicas diarias del Junior. En fin todo eso que ustedes también saben.
Con dirección hacia el centro de la ciudad terminaba la avenida y hacía el enlace encontrándome con la soledad matutina del Paseo Bolívar y sus borrachitos desorientados y algunas transeúntes y raudas ninfas de las noches, trepadas en sus tacones de aguja ultra puntiaguda saliendo de los bares y otras de las discotecas, ya punteando las seis y media de la mañana y el termómetro quizás los 37°.
A las 12pm me tocaba regresar y recoger a los “pelaos” del colegio y llegar nuevamente a casa con el astro rey en el centro del mundo y la temperatura en lo máximo. No fallaba el endemoniado cobrador avanzando en su 150cc Kawasaki con el casco guindado del manubrio culebreando en eses, tocando un pito inclemente a lo largo del estrecho callejón entre los carros y alzando las manos contra los conductores en ademán grosero y ofensivo, mentando madre en mímica. Y como siempre otro motorizado con su familia con algo de intrepidez, mucho de impericia y total irresponsabilidad, con su niño entre la espalda de su papá y los pechos de su madre, ella de tacones y cartera, desafiando todas las nomas del tránsito y del sentido común, mientras los policías impávidos los dejaban pasar en muestra de cómo lo extraordinario se convierte en cotidiano.
Y sin faltar lo que me sucedió en varias ocasiones y casi siempre en los semáforos; como esta que recuerdo clarito: Mientras esperaba el cambio de la luz, observé por el retrovisor al “ratero” con el pelo ensortijado, rostro hosco, la franela que le llegaba casi a las rodillas que caminaba entre los carros y al descubrir que el mío era el único con los vidrios bajos se acercó en el momento que trataba con todas mis fuerzas de subirlos, pero ya era muy tarde.
------- ¡Dame todo lo que tienes o te quemo! –Me dijo— Saca la cartera, pásame la “panela” (Nokia). Me daba todas esas órdenes juntas mientras me miraba la muñeca y el cuello buscándome la cadena y el reloj
------- Okey,…okey…okey. Lo malo amigo es que no tengo sino esto –Le dije—
Le tiendo la cartera y él revisa con mucha destreza y frustración al encontrar un solo billetico de baja denominación. Pensé que el hombre me iba a “quemar” por andar limpio. Como casi siempre sucede. Pero en ese momento las luces que habían durado una eternidad en rojo cambiaron. Él se me queda mirando sin pestañear y me dice:
------¡ Vete al carajo, estás más “rambao” que yo!
Yo bastante nervioso, solo atino a decirle lo que me salió del corazón:
------- Gracias amigo, un buen día.
Hermán Cudris C – Autor-
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